Historia

Los primeros asentamientos humanos conocidos en la localidad de Barasoain datan de la Edad del Bronce, según testimonia el hallazgo en su término de un hacha pulimentada.  

En 1264, el rey Teobaldo II concedió, a sus vecinos, libertad de homicidios casuales, esto es:

 «si home, en agoa se ahogare, ó si pared le cayere de casa, ó de arbol, et moriere, ó si home tirare piedra et non veyendo matare á otro, ó si cayere de bestia et moriere, ó si se quemase en fuego que por si mesmo fuese priso, ó si se quemase de agoa calient por ocasión, ó si hom se matase por ocasión»

Ellos renunciaron, en 1417, a favor de Carlos III al patronato de la parroquia.
Barasoain contaba con un montepío, que con el nombre de «granero de los pobres»,  debió de constituirse en 1615, como fundación, creada por disposición testamentaria hecha en México por Martín de Leoz y San Juan. Se trataba de un fondo de trigo que se prestaba a los labradores más necesitados. Seguía funcionando al comenzar el siglo XIX. El propio Leoz fundó una capellanía y, por medio de un censo, una dotación para tres doncellas huérfanas y pobres de la villa.

En 1665, el Duque de San Germán, virrey de Navarra, en virtud del poder otorgado por Felipe IV para conceder gracias y mercedes, concedió al lugar de Barasoain el título de villa, con su jurisdicción civil. El lugar pagó por ello 700 ducados, que serían destinados a sufragar los gastos de la guerra contra Portugal.

Barasoain también contó con un hospital. El documento más antiguo en que consta su existencia data de 1701, pero es posible que su origen sea anterior. 

En cuanto a lo eclesiástico, en 1802, la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción estaba servida por un abad y cuatro beneficiarios, cuya presentación pertenecía al abad, debiendo preceder propuesta de tres personas naturales de la villa. La abadía pertenecía al Ayuntamiento y vecinos hasta el año 1417, en que fue ofrecido el patronato al rey D. Carlos el Noble, que lo aceptó, ofreciendo preferir en igualdad de circunstancias a los hijos del pueblo. 

En 1492 nació el ilustre canonista Martín de Azpilcueta, conocido como el Doctor Navarro. Hacia 1550, quiso mejorar el solar de sus mayores, la Etseko Jaureguizar, con algunos aposentos nuevos, que pudieran servir de hospedaje para él y para visitantes de calidad. Para ello, comisionó a su sobrino, el capitán Juan de Azpilcueta. El cual, en lugar de limitarse a este encargo, comenzó a edificar un suntuoso palacio de sillería, con torres en los ángulos, demoliendo previamente la antigua construcción. Es lo que hoy conocemos como Palacio de Barasoain.

En las afueras del pueblo subsistían a principios del siglo XIX las ruinas de un antiguo palacio, llamado de Dundrín, que, antiguamente, tuvo torreones y mazmorras subterráneas con bóveda.  

En 1579 el pueblo se querelló contra Juan de Rada, por el título que se daba de señor del palacio de Barasoain, alegando que dicho palacio estaba situado fuera del pueblo y se llamaba Dundrín. El 14 de octubre de 1614 la Corte Mayor de Navarra dictó sentencia, prohibiendo a Juan de Rada que llamara a su casa «palacio de Dundrín». La sentencia fue confirmada por el Consejo Real de Navarra el 18 de julio de 1620. En 1712 era dueño del palacio un hijo de éstos, Francisco de Elorza y Rada, abad de Barásoain y autor del Nobiliario de la Valdorba.

EL VASCUENCE EN BARASOAIN 

 Año 1714.

En la dedicatoria de su «Nobiliario del el Valle de la Valdorba» a S.A.R. Don Luis, príncipe de Asturias, hijo y sucesor de Felipe V, el Dr. Francisco de Elorza y Rada, abad de Barasoain, ofrece un testimonio de que en el siglo XVIII la lengua vascongada era hablada en la Valdorba. «Si la Valdorba, donde sus hijos conversan la nativa lengua del Bascuence…»

 Año 1753.

Otro testimonio de cómo a mediados del siglo XVIII se hablaba el Vascuence en Barasoain, se encuentra en el libro del Patronato del Archivo Diocesano de Pamplona. En él se indica que la abadía de Barasoain era de provisión real. En la elección tenían preferencia los clérigos naturales de la villa. Para acceder a la plaza, los candidatos debían superar los exámenes que establecían las constituciones sinodales y probar su suficiencia en diversas materias, así «como la suficiencia en el idioma bascongado por ser natibo dicho idioma de los de esta villa…»